¿Cuándo fue la última vez que no hiciste absolutamente nada?
Y no me refiero a ese «nada» productivo de meditar con una app que te mide el tiempo, ni a tirarte en el sofá a hacer scroll infinito en redes sociales mientras sientes cómo la culpa te carcome por dentro. Hablo de NADA. De mirar por la ventana. De sentarte en un banco sin esperar a nadie. De permitir que tu cerebro flote en ese limbo delicioso y vacío, sin un propósito, sin una meta.
Si te cuesta recordarlo, bienvenido al club.
Vivimos bajo la dictadura de la productividad. Una tiranía invisible que nos susurra al oído que cada segundo cuenta, que el tiempo es oro y que si no estás creando, mejorando, aprendiendo, optimizando o, como mínimo, documentando tu «merecido descanso», estás fallando. Estás perdiendo.
Nos han vendido la moto de que el descanso es el premio que se obtiene tras el esfuerzo. La gasolina que le echas al coche para poder seguir corriendo. Pero, ¿y si el descanso no fuera un medio, sino un fin en sí mismo? ¿Y si «no hacer nada» fuera una de las actividades más revolucionarias que podemos practicar en un mundo que nos exige estar siempre «on»?
Este culto a la ocupación constante es agotador. Nos convierte en yonquis de las notificaciones, de las listas de tareas tachadas, de las agendas a reventar. Nos da pánico el silencio, el vacío. Porque en ese vacío es donde aparecen las preguntas incómodas, las emociones que hemos metido debajo de la alfombra y la simple y llana verdad de cómo nos sentimos. Y claro, es más fácil ponerte un podcast sobre emprendimiento que escuchar el ruido de tu propia vida.
Pero en ese «no hacer nada» ocurren cosas mágicas. Surgen las ideas más inesperadas. Se conectan puntos que antes parecían inconexos. Se calma el sistema nervioso. Nos damos cuenta de lo que realmente queremos, y no de lo que nos han dicho que deberíamos querer. Es un acto de rebeldía contra un sistema que nos quiere productivos, no presentes.
Así que te propongo un pequeño acto de desobediencia civil. Encuentra cinco minutos hoy. O mañana. Sin móvil, sin libro, sin música. Siéntate y simplemente existe. Permítete el lujo de aburrirte. De no ser útil. De no ser interesante.
Quizás al principio te sientas ansioso. Es normal, es el síndrome de abstinencia de la productividad. Pero después, quizás, solo quizás, encuentres un poco de paz. Una paz que no se parece en nada a la satisfacción de un objetivo cumplido, sino a la libertad de no tener ninguno.
Y tú, ¿te atreves a no hacer nada?
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